Frente a un problema concreto, la reacción mental del hombre inteligente es dinámica: buscará el camino de la solución, a menudo a través de exploraciones, de asedios desde distintos flancos, de razonamientos abandonados en un punto y recomendados en otro, hasta encontrar la salida. En latín, salida se dice exitus, que los ingleses tradujeron por exit. La inteligencia conduce al éxito.
Ese mismo idioma, madre del nuestro, cuyo estudio hoy les parece superfluo a algunas autoridades universitarias, tiene un verbo, stupere, que significa quedarse quieto, inmóvil, paralizado y en sentido traslaticio, mentalmente detenido como delante d un cartel que dijera stop.
De ahí deriva la palabra estúpido: hombre que permanece entrampado por un problema sin atinar con la salida, aunque a veces adopte la agitación convulsa de una mariposa encandilada por una luz muy fuerte o los movimientos desesperados de un animal dentro de la jaula. Hablo siempre de lo que ocurre en la mente. Las dos únicas reacciones del estúpido serán la resignación o la violencia, dos falsas salidas, dos fracasos.
Salvo casos patológicos, todos somos inteligentes respecto de un tipo de problemas y estúpidos respecto de otro tipo de problemas. Pero nuestra inteligencia y nuestra estupidez no dependen de nuestra moral. Hay inteligentes moralmente canallas y hay estúpidos moralmente intachables. Cuanto la inteligencia y la estupidez le deben a los genes y cuanto a la educación (digamos a la gimnasia) es un asunto que dejaré de lado para que no me usurpe todo el espacio del que dispongo.
Pero no quería pasar por alto un dato: sin el auxilio del intelecto, esto es, de la capacidad para el análisis crítico del problema, y sin la posición de conocimientos relacionados con esos problemas y adquiridos por experiencia propia o por revelación ajena, la pura inteligencia no llegaría muy lejos en el camino del éxito. La estupidez, por más que acumule conocimientos, no sabe qué hacer con ellos. Y no es raro que un intelectual, ducho en el análisis crítico sea incapaz de hallar soluciones.
SABIDURIA
El desarrollo, en un mismo individuo, de la inteligencia, del intelecto y de los conocimientos bien puede llamarse sabiduría, si no es la acepción teísta que le dan las Escrituras, por lo menos como tributo humano susceptible de adquisición y de pérdida. Pero aunque no haya sabios in omni re scibile, y hasta Leonardo da Vinci falle en sus experimentaciones con los óleos y pigmentos de sus cuadros y Albert Einstein no acierte a ubicar el hotel donde se aloja, ambos merecen el título de sabios no menos que Plinio el Viejo, muerto, sin embargo, según Suetonio, a causa de una estúpida temeridad.
Con alguna frecuencia la realidad nos pone, de momento, mentalmente paralíticos. Es cuando decimos que estamos estupefactos, lo cual significa "estar hechos unos estúpidos". La inteligencia, si la tenemos, vendrá a rescatarnos de esa pasajera estupidez que, por no ser insalvable, se llama estupefacción. A propósito: alguna vez Solyenitzin escribió que la televisión nos sume en largos intervalos mentales de inmóvil estupor. ¿Disponemos de la suficiente inteligencia como para no ser dañados por los poderes estupefacientes de la hogareña y diaria televisión?
Situada a mitad de camino entre la inteligencia y la estupidez, la viveza comparte, con la inteligencia, el dinamismo mental y, con la estupidez, la incapacidad para encontrar la solución de un problema. Se mueve, pero no en la dirección de la salida. ¿Hacia dónde se dirige? Ese es su secreto, la fórmula que le permite ponerse a resguardo de la humillación y del desprestigio que sufre la estupidez.
La viveza, creo yo, es la habilidad mental para manejar los efectos de un problema sin resolver el problema. El hombre dotado de viveza, el vivo, no ejercita la inteligencia, apto para entenderse con las consecuencias prácticas del problema, pero no con el problema mismo. Dicho de otro modo, el vivo se mueve mentalmente en procura de cómo eludir los efectos del problema, de cómo (en la mejor de las hipótesis) volverlos beneficiosos para él o (en lo peor) de cómo desviarlos en perjuicio de un tercero.
La viveza, pues, necesariamente se conecta con la moral. Sin el concurso del egoísmo no puede ser vivo. Y para echarle el fardo al prójimo sin que éste se resista es imprescindible cierto grado de inescrupulosidad y hace falta practicar algún género de fraude siquiera verbal.
Observando durante un corto plazo, el vivo da la impresión de haber obtenido éxito, de ser inteligente: se desplaza entre los problemas sin padecer las consecuencias o mejor aún, sacándoles provecho. Como el flujo de los efectos no se interrumpe, el vivo no puede entregarse a los ocios y recesos de la viveza. De ahí que se lo suela calificar de "despierto".
Aparenta una brillantez mental que engaña a las miradas superficiales. El inteligente, cuando está armando sus estrategias para atacar un problema, parece amodorrado y, en comparación con el vivo, un poco estúpido. Cuanto más complejo sea el problema, más exigirá del inteligente paciencia y esfuerzo, más lo someterá al silencioso y tedioso análisis crítico y al constante repaso de los conocimientos. La viveza no puede permitirse esas demoras. Los efectos prácticos del problema no esperan mucho tiempo para hacerse sentir. De modo que el vivo está obligado a la rapidez y, consecuentemente, a la improvisación de sus métodos por lo general empíricos. Otra vez el inteligente, comparado con el vivo, parecerá lento y hasta torpe.
Si los efectos del problema, por su magnitud o por su complejidad, sobrepasan las posibilidades de la viveza para eludirlos, para aprovecharlos o para torcerlos hacia un costado, el vivo, por fin acorralado como un estúpido, no sucumbe ni a la violencia, no confesará jamás su fracaso, no devolverá las armas que esconde en su mente: buscará algún chivo emisario a quien cargarle la culpa. En todas las sociedades conviven los inteligentes, los estúpidos y los vivos según proporciones distintas para cada una de ellas. Para Borges no había ningún italiano ni ningún judío estúpidos. Exageraba, sin duda. Pero ahora imaginemos (imaginemos, digo) un país ficticio donde, por razones genéticas o por razones históricas, los vivos estén en mayoría. Esbozaré la novela de los que podría ocurrir en ese país imaginario.
Puesto que son mayoría, unos vivos ocupan el gobierno. Y otros vivos los eligen. Los vivos que lo eligen y por supuesto los estúpidos, incapaces de solucionar los problemas del país, los transferirán a los elegidos. Y los elegidos, como vivos que son, se dedicarán a lo suyo: ponerse a salvo de los efectos de los problemas, sacarles provecho o desviarlos hacia los demás, así sean vivos, estúpidos o inteligentes.
Durante un tiempo los estúpidos parpadearán de catatonia mental, los inteligentes se sentirán marginados y los vivos tratarán de imitar la viveza de los gobernantes. Mientras tanto los problemas, sin resolver, se acumulan, se multiplican, se superponen.
STOP
Hasta que, fatal, llega el día en que los problemas forman una pared compacta con un cartel que dice stop. Y ahí la sociedad se detiene. Entonces los estúpidos, si no se resignan, se vuelven violentos. Los inteligentes toman su valija y huyen. Y los vivos corren de un efecto a otro efecto vendando aquí, remendando allá, emparchando más allá. Dejan los bofes en ese desesperado ir y venir sin control. Y para disimular su impotencia recurren a los fantasmas de los chivos expiatorios y a un lenguaje esquizofrénico que, disociado de la realidad, seguirá pronunciado el discurso con que alguna vez embaucaron a la estupidez.
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